A propósito del revuelo causado por el descubrimiento, -por lo menos en el caso de una marca- que lo que comprábamos como leche, no lo era, sino técnicamente definido, el producto era un alimento compuesto. Este cambiazo se facilitó al publicitarse engañosamente el producto como si fuera leche,-sin serlo-, definiendo así un oscurantismo nocivo para el consumidor. El caso es que los efectos de este tema, tiene además otras connotaciones económicas adversas poco conocidas, como veremos a continuación.
Una primera afectación adversa, proviene de previsibles decisiones ineficientes por parte de los consumidores, al carecer de información correcta sobre las reales características de lo que estaban comprando, inducidos por publicidad engañosa, en tanto se presenta el producto, que ya sea por textos e imágenes, inducia al consumidor a considerarlo como leche –sin serlo- siendo la imagen de una vaquita incluida como figura dominante en la envoltura, el reforzamiento central del efecto a lograr sobre los compradores; es decir la idea es que creas que estas comprando leche, y a partir de dicha creencia, la deseabilidad generada, se expresa por el precio que estás dispuesto a pagar (y que realmente pagas) esta es tu valoración como consumidor que se expresa a través de una función de demanda. Para el caso que nos ocupa, el producto en referencia, técnicamente no es leche ni producto lácteo, en tanto incluye otros elementos en su composición (ejem soya) por lo cual, una descripción más adecuada del producto, es la de alimento compuesto, en línea a lo especificado en la correspondiente norma técnica, referente fundamental generado bajo el ámbito del Instituto Nacional de la Calidad (INACAL). Si alguien dudase del efecto de esta publicidad ambigua nos preguntamos: ¿Con su real denominación (y de paso sin vaquita) pagarías lo mismo? Por añadidura, esta práctica duró años, siendo el resultado: Beneficio indebido para la empresa, engaño a los consumidores y decisiones económicas ineficientes.
Otro efecto económico adverso sobre el funcionamiento de los mercados, proviene de la calidad regulatoria estatal sobre estos. Por una parte, la Dirección General de Salud Ambiental e Inocuidad Alimentaria (Digesa) menciona que los componentes utilizados en la elaboración del producto, fueron distintos de los presentados por la empresa. Así en el expediente para la obtención del registro sanitario, en el año 2014, Digesa otorgó un registro sanitario con la denominación alimento lácteo evaporado, no obstante, en el 2015, se modificaron los registros sanitarios (anotaciones) cambiándose por la denominación leche evaporada parcialmente descremada con leche de soya, maltodextrina, grasa vegetal, minerales (hierro y zinc) y enriquecida con vitaminas A y D... Este solo hecho discrecional, pone en cuestión la performance y predictibilidad de la regulación a cargo del Estado.-mala señal para inversores- más aún cuando el mercado lácteo es explicado en un 68% por la empresa, una de cuyas marcas es el producto en cuestión.
De lo referido, líneas arriba, el descubrimiento sobre lo que realmente comprábamos , define la existencia de un negativo combo que afecta la eficiencia de nuestros mercados, conformado por publicidad engañosa y una poco clara performance del regulador -y pareciera que hay en fila más productos con problemas similares- agrandándose este tóxico combo para la eficiencia económica. ¿Así queremos llegar a ser considerados elegibles para la OCDE? Y a propósito ¿Cuál es la posición sobre estos asuntos, de gremios empresariales como la SNI o la Confiep?
Deben de haber MILES de productos «alimentacios» que contienen compuestos ajenos a la naturaleza intrínseca del producto -como la entienden los consumidores- destinados al «mejoramiento» de las cualidades del mismo pero que los exponen a efectos dañinos desconocidos por ellos y sin su consentimiento, que sin embargo cuentan con registros sanitarios y las demás licencias y permisos de comercialización interna y externa. Estos aditivos incluyen preservantes, colorantes, saborizantes, edulcorantes, texturizantes y seguramente muchos otros cuyos nombres terminan en «antes» y otros con sus simples denominaciones químicas. Un ejemplo común, las golosinas, consumidas por millones de niños en nuestro país, especialmente los «chocolates», las «galletas», los «helados», los «caramelos», y otros de categoría folclórica, como el «turrón de doña Pepa» con sus masas harináceas, mieles, y caramelitos multicolores. En mi caso particular, me gustan los que hasta hace poco conocía como chocolates, que ahora, mejor informado, considero «chocolates»; caso específico sólo para ilustrar: el delicioso producto Montblanc, barra de unos 280 gr, supuestamente con 52% de cacao, pero que contiene además varios otros compuestos del tipo señalado. He venido notando, entre otras cosas inesperadas, cómo un aparente envejecimiento a pesar de encontrarse las muestras muy por debajo de sus fechas de expiración, lo que parece ser el endurecimiento gradual del producto en los últimos meses, al punto de partirme una muela al intentar morderlo hace una semana. Cualquiera de nosotros recordamos con añoranza, seguramente, las deliciosas y enormes barras de chocolate D’Onofrio, con avellanas, de los años 50 y 60. Eran no sólo deliciosas y nutritivas, sino que blandas. ¿Tendrían preservantes, colorantes, saborizantes, colorantes, y al menos algunos de los indeseables compuestos que hoy en día contienen los «chocolates» de todas las marcas incluso importadas, y las demás golosinas? ¿De qué forma nos protege el Estado peruano y la llamada Sociedad Civil?
Deben de haber MILES de productos “alimenticios” que contienen compuestos ajenos a la naturaleza intrínseca del producto -como la entienden los consumidores- destinados al “mejoramiento” de las cualidades del mismo pero que los exponen a efectos dañinos desconocidos por ellos y sin su consentimiento, que sin embargo cuentan con registros sanitarios y las demás licencias y permisos de comercialización interna y externa. Estos aditivos incluyen preservantes, colorantes, saborizantes, edulcorantes, y seguramente muchos otros cuyos nombres terminan en “antes” y otros con sus simples denominaciones químicas. Un ejemplo común, las golosinas, consumidas por millones de niños en nuestro país, especialmente los “chocolates”, las “galletas”, los “helados”, los “caramelos”, y otros de categoría folclórica, como el “turrón de doña Pepa” con sus masas de harinas y grasas horneadas, mieles, y caramelitos multicolores. En mi caso particular, me gustan los que hasta hace poco conocía como chocolates, que ahora, mejor informado, considero “chocolates”; caso específico sólo para ilustrar: el delicioso producto Montblanc, barra de unos 280 gr, supuestamente con 52% de cacao, pero que contiene además varios otros compuestos del tipo señalado. He venido notando, entre otras cosas inesperadas, cómo un aparente envejecimiento a pesar de encontrarse las muestras muy por debajo de sus fechas de expiración, lo que parece ser el endurecimiento gradual del producto en los últimos meses, al punto de partirme una muela al intentar morderlo hace una semana. Cualquiera de nosotros recordamos con añoranza, seguramente, las deliciosas y enormes barras de chocolate D’Onofrio, con avellanas, de los años 50 y 60. Eran no sólo deliciosas y nutritivas, sino que blandas. ¿Tendrían preservantes, colorantes, saborizantes, colorantes, y algunos de los indeseables compuestos que hoy en día contienen los “chocolates” de todas las marcas incluso importadas, y las demás golosinas? ¿De qué forma nos protege el Estado peruano y la llamada Sociedad Civil?
Deben de haber MILES de productos “alimenticios” que contienen compuestos ajenos a la naturaleza intrínseca del producto -como la entienden los consumidores- destinados al “mejoramiento” de las cualidades del mismo pero que los exponen a efectos dañinos desconocidos por ellos y sin su consentimiento, que sin embargo cuentan con registros sanitarios y las demás licencias y permisos de comercialización interna y externa. Estos aditivos incluyen preservantes, colorantes, saborizantes, edulcorantes, y seguramente muchos otros cuyos nombres terminan en “antes” y otros con sus simples denominaciones químicas. Un ejemplo común, las golosinas, consumidas por millones de niños en nuestro país, especialmente los “chocolates”, las “galletas”, los “helados”, los “caramelos”, y otros de categoría folclórica, como el “turrón de doña Pepa” con sus masas de harinas y grasas horneadas, mieles, y caramelitos multicolores. En mi caso particular, me gustan los que hasta hace poco conocía como chocolates, que ahora, mejor informado, considero “chocolates”; caso específico sólo para ilustrar: el delicioso producto Montblanc, barra de unos 280 gr, con 52% de cacao, según indica la lista de ingredientes, pero que contiene además varios otros compuestos del tipo señalado. He venido notando, entre otras cosas inesperadas, un aparente envejecimiento, a pesar de encontrarse las muestras muy por debajo de sus fechas de expiración, y lo que parece ser el endurecimiento gradual del producto en los últimos meses, al punto de partirme una muela al intentar morderlo hace una semana. Cualquiera de nosotros recordamos con añoranza, seguramente, las deliciosas y enormes barras de chocolate D’Onofrio, con avellanas, de los años 50 y 60. Eran no sólo deliciosas y nutritivas, sino que blandas. ¿Tendrían preservantes, colorantes, saborizantes, colorantes, y algunos de los indeseables compuestos que hoy en día contienen los “chocolates” de todas las marcas incluso importadas, y las demás golosinas? ¿De qué forma nos protege el Estado peruano y la llamada Sociedad Civil?
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